Especial
Washington, EU, 9 enero 2018.-Por una amplia mayoría 128 países miembros de las Naciones Unidas, de un total de 193, condenaron el 21 de diciembre de 2017 el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel declarado por el presidente de EE.UU. Donald Trump. El texto de la resolución repetía, agrandes rasgos, un proyecto apoyado por 14 de los 15 miembros del Consejo de Seguridad en el que Estados Unidos tuvo que utilizar su veto de miembro permanente para impedir que se adoptara.
Con el fin de evitar esta condena masiva de la comunidad internacional, previamente Washington multiplicó las amenazas y las presiones. Así, 35 Estados se abstuvieron y 21 juzgaron prudente no tomar parte en la votación. Entre los abstencionistas, la Casa Blanca pudo contar con la “solidaridad pasiva” de algunos comparsas continentales: México, Argentina y Canadá. Pero, por supuesto, fueron “siete grandes potencias” totalmente alineadas con Washington y Tel Aviv las que llamaron la atención: las islas Marshall, Micronesia, Nauru, Palau, Togo y sobre todo, del tradicional patio trasero, Honduras y Guatemala.
Nada sorprendente en el caso de Honduras, donde Juan Orlando Hernández (JOH) acaba de autoproclamarse reelegido en una elección presidencial en condiciones tan escandalosas que incluso la Organización de los Estados Americanos (OEA) protestó por la irregularidad (1). Trump por el contrario, y contra toda evidencia, reconoció la “victoria”, se entiende que “JOH” rivalizase en servilismo. Sin embargo, en el registro de “alianzas dudosas y compromisos absolutos”, su homólogo guatemalteco Jimmy Morales lo hizo todavía mejor: el 24 de diciembre anunció su intención de imitar a Washington trasladando su embajada de Herzliya (barrio de Tel-Aviv) a Jerusalén, en desafío del voto de condena de la Asamblea General de las Nacionales Unidas.
Al igual que Honduras, Guatemala se encuentra en posición de gran debilidad frente al eventual mal humor de la Casa Blanca y del Departamento de Estado. Aunque modesta y dirigida prioritariamente a las fuerzas de seguridad y represión, la ayuda económica de Washington es vital para esta nación abandonada. Además el chantaje de la expulsión pende sobre el millón de guatemaltecos que residen más o menos legalmente en territorio estadounidense y permiten la supervivencia de sus compatriotas gracias a las remesas. Casi 40.000 de esos emigrantes ya fueron repatriados manu militari en 2017.
Finalmente, al igual que “JOH”, Jimmy Morales arrastra algunos escándalos que solo pueden incitarle a la más pragmática de las sumisiones. Desde 2015, encargada por las Naciones Unidas y Washington, una comisión internacional contra la impunidad en Guatemala (CICIG) lleva en el país una “santa cruzada” contra la corrupción. Y no sin resultados: en 2015 la comisión hizo destituir y encarcelar al presidente Otto Pérez Molina y a la vicepresidenta Roxana Baldetti por malversación de fondos.
A su vez Jimmy Morales, tras acceder a la cabeza del Estado, se ha señalado por algunas «fruslerías». En septiembre de 2017, por ejemplo, se descubrió que percibía todos los meses de las fuerzas armadas, con total discreción, una presunta “prima de riesgo” de 7.300 dólares (un incremento irregular de su salario del 33 %) Después otra revelación agitó la opinión pública: 800.000 dólares de fondos ilegales habrían irrigado la campaña del Frente de Convergencia Nacional del que era el candidato. La Procuradora General Thelma Aldana y la CICIG demandaron que se levantara su impunidad y se permitiera juzgarle y Morales (cuyo hermano y uno de sus hijos están encarcelados por emitir facturas falsas), apoyado por la extrema derecha y antiguos militares, replicó declarando persona non grata y pretendiendo expulsar al jurista colombiano Iván Velásquez, jefe de la CICIG, decisión que provocó fuertes reacciones nacionales e internacionales y que el Tribunal Constitucional guatemalteco rechazó y anuló. En semejante contexto, atraerse la simpatía de Trump no es nada secundario para el jefe del Estado centroamericano.
Pero la decisión de trasladar la embajada guatemalteca a Jerusalén no responde solo a esa preocupación. Al hacer el anuncio Jimmy Morales informó de una entrevista telefónica que mantuvo con el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu en el curso de la cual ambos mandatarios señalaron las “excelentes relaciones” que existen entre ambos países “desde que Guatemala apoyó la creación del Estado de Israel”.
Recordemos brevemente ese episodio, que no es el más importante (para los guatemaltecos, se entiende). El hecho es que ese pequeño Estado de América central fue el segundo (¡Inmediatamente detrás de Estados Unidos!) que reconoció la existencia de un “Estado judío” en territorio palestino el 14 de mayo de 1948.
En el origen de esta presencia en los primeros tiempos de las convulsiones del lejano Oriente Próximo, se encuentra un diplomático progresista (o al menos reformista), Jorge García Granados. Hijo menor de un jefe de Estado encarcelado y torturado por la dictadura de Jorge Ubico, exiliado en México, Granados combatió en el bando republicano de la guerra civil española antes de unirse a la “Revolución de Octubre” que, en 1944, permitió a Juan José Arévalo convertirse en el primer presidente democráticamente elegido de Guatemala.
Marcado por el control colonial de Londres sobre la Honduras británica vecina (hoy Belice), un territorio históricamente reivindicado por Guatemala, Granados, miembro del Comité Especial para Palestina nombrado por las Naciones Unidas en mayo de 1947 (2), veía con buenos ojos el fin del mandato británico sobre ese territorio y como la mayoría de los miembros de la Comisión recomendó su partición entre un Estado árabe y un Estado judío (que se convertiría en Israel unos meses después), con un estatuto especial internacional para Jerusalén bajo la autoridad administrativa de las Naciones Unidas (3). A pesar de lo que se pueda pensar a posteriori, nada que ver con las ineptas iniciativas de Trump y después de Jimmy Morales que, a finales de diciembre de 2017, han pisoteado los derechos más elementales de los palestinos.
Tras las elecciones de 1944, Guatemala vivió 10 años de “primavera democrática” bajo las presidencias de Juan José Arévalo (1945-1951) y Jacobo Árbenz Guzmán (1951-1954). El derrocamiento de este último por un golpe de Estado que organizaron la compañía bananera americana United Fruit (UFCo), hostil a la reforma agraria, y su brazo armado la Central Intelligence Agency (CIA), marca el principio de una tragedia de la cual Granados solo conoció el principio, puesto que murió en 1961.
Muy poco tiempo después, bajo el mandato de Julio César Méndez Montenegro (1966-1970), el coronel Carlos Manuel Arana Osorio –apodado “el chacal de Zacapa”– con el apoyo de los instructores y los Boinas verdes estadounidenses, dirige una campaña de represión sin precedentes contra las organizaciones de izquierda refugiadas en la clandestinidad. Los asesinatos políticos llegaron a la cifra de 8.000 entre 1966 y 1968. Convertido en general y llegado al poder en 1970, Arana Osorio se declaró decidido “si fuese necesario, a convertir el país en un cementerio para restaurar la paz civil”. Entre 1970 y 1978, 20.000 guatemaltecos pagaron con su vida esa filosofía.
A pesar de la convergencia de los intereses de la nueva oligarquía militar y las multinacionales estadounidenses (Hanna Mining, Del Monte, Standard Brands –nueva rama de la UFCo-) la amplitud y los métodos de la represión, las violaciones masivas y repetidas de los derechos humanos -150 personas fueron asesinadas a sangre fría en 1977 en la plaza de la ciudad de Panzos- llevaron al presidente James Carter a suspender la ayuda militar de Estados Unidos. Desde entonces “la diplomacia del Uzi” (en referencia al potente y célebre fusil de asalto israelí) va a desempeñar un papel preponderante.
La asistencia militar israelí a Guatemala había empezado oficialmente en 1971. Desde 1975 el Estado terrorista proporcionaba los aviones Aravaet y diversos tipos de armamento –cañones, armas individuales- que Estados Unidos dejó de suministrar. Cuando en 1977 Carter interrumpió totalmente la venta de armas, Tel Aviv tomó definitivamente el relevo.
El general Lucas García fue “elegido” en 1978, mediante un fraude descarado y con una tasa de abstención del 63,5 %. Este imposible regreso a la vía política provocó la aparición de las guerrillas. En 1975, en primer lugar en la región del Ixcán, reaparece el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), cuyo núcleo inicial había participado en un levantamiento precedente antes de replegarse a México. En 1979 surgió la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA).
El poderoso lobby guatemalteco «Asociación de los Amigos del país» invirtió varios cientos de miles de dólares en el Partido Republicano como contribución a la campaña electoral de Ronald Reagan. Cuando este llegó a la Casa Blanca las relaciones se volvieron menos difíciles. Aparte de los intereses estratégicos de Washington, el poder económico adquirido por los militares guatemaltecos (el 33 % de la región petrolera del Petén les pertenecía) ofrecía ahora más oportunidades, además de las de la oligarquía nacional tradicional, a las posibilidades de beneficio de las empresas estadounidenses.
Cuando en el segundo semestre de 1981 el general Benedicto Lucas lanzó una ofensiva general contra las guerrillas, la represión, además de su aspecto militar, llegó a los sectores más moderados de la sociedad, incluida la democracia cristiana. Una primera etapa de “pacificación” se tradujo en masacres y la destrucción de más de 250 pueblos indígenas considerados bases del apoyo a la insurrección armada. Este período de toma de control total de la población se saldó con alrededor de 20.000 muertos, la huida de aproximadamente 100.000 campesinos que se refugiaron mayoritariamente en el sur de México, un millón de personas desplazadas y la militarización de la administración del Estado.
Efectuando “un trabajo fantástico” , según el general Benedicto Lucas, decenas de asesores militares israelíes respaldaban al servicio de inteligencia guatemalteco, el siniestro G-2, y pusieron en marcha un sistema informático que permitía el fichaje sistemático del 80 % de la población. Gracias a los ordenadores fabricados en Israel, el ejército guatemalteco descubre y destruye en 1981 veintisiete escondites de las organizaciones revolucionarias a través de un análisis de los consumos nocturnos de agua y electricidad en la ciudad de Guatemala. Además de la construcción de una fábrica de armas en la provincia de la Alta Verapaz por la Eagle Military Gear Overseas, la ayuda israelí se inscribe en el “programa de pacificación rural” responsable de la muerte de miles de campesinos pertenecientes a los pueblos mayas. Ese siniestro plan se inspira directamente, según su responsable el coronel Eduardo Walhero, en el Nahal Program –“Jóvenes pioneros combatientes”– destinado a formar a jóvenes soldados en técnicas agrícolas para instalarlos en las zonas fronterizas del Estado israelí.
La imposición del general Aníbal Guevara, ganador en 1982 de uno de los escrutinios más fraudulentos de la historia del país, lleva al golpe de Estado del general Efraín Ríos Montt, especialista en la contrainsurrección y candidato electo expulsado de la democracia cristiana en 1974. Este relanza la ofensiva contra el movimiento armado, unificado entonces en la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (UNRG). La estrategia «tortilla, techo, trabajo» agrupa a las poblaciones de las aldeas estratégicas bajo el modelo estadounidense utilizado en Vietnam, el reclutamiento forzoso de los indios en patrullas civiles de autodefensa (PAC). Bajo el lema “Fusiles y frijoles” esas patrullas servirían fundamentalmente de carne de cañón –solo el 5 % de esos pseudovoluntarios estaban armados- y permitían vigilar constantemente a “los 265.000 campesinos” que según el ejército “ayudan a la guerrilla”. Todo esto siempre con la atenta ayuda de Tel Aviv cuando, bajo el régimen de Ríos Montt, 18.000 campesinos fueron masacrados, víctimas de las peores atrocidades.
Cuando las luchas populares triunfaban en la vecina Nicaragua, progresaban en El Salvador y en menor medida en Honduras, Guatemala se convirtió en un centro de difusión regional, el 30 % de las armas israelíes recibidas se revendían en la zona –especialmente a los contrarrevolucionarios nicaragüenses (la contra)-
“Nuestros dos países comparten los mismos objetivos y las mismas cualidades, como el pluralismo, los derechos humanos, la paz, la justicia social y el progreso económico”, declaró finalmente (sin reírse) Ronald Reagan, el 13 de enero de 1984, al recibir las credenciales del nuevo embajador de Guatemala. Restablecida la ayuda militar de Washington esta se añade a la de Tel Aviv, que no se interrumpe. Cuando el conflicto acabó, en 1996, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) puesta en marcha por las Naciones Unidas reveló que se saldó con el desplazamiento de un millón y medio de personas y la muerte de 200.000 –el 93 % víctima de los grupos paramilitares y el ejército- Aunque la tragedia se desarrolló a lo largo de más de tres decenios, los picos más atroces de violencia provocados por la estrategia de tierra quemada se desarrollaron entre 1980 y 1983, bajo los gobiernos militares de Lucas García y Ríos Montt.
Atrapado por la justicia de su país en 2013, Ríos Montt fue condenado por “genocidio y crímenes contra la humanidad” (aunque el Tribunal Constitucional guatemalteco se apresuró después a anular el proceso). En 1982, es el mismo Ríos Montt quien declaraba al periódico español ABC: “Nuestro éxito se debió a que nuestros soldados fueron entrenados por los israelíes”.
Doscientos mil muertos no se pueden comparar con seis millones. Pero aún así… en pleno siglo XX, apenas algunos años después de revelarse el crimen absoluto del Holocausto, un genocidio es un genocidio. Una monstruosidad que según Jimmy Morales y Netanyahu permitió a los gobernantes de ambos países, a lo largo de esos años sangrientos, mantener «excelentes relaciones». Ahora para mayor desgracia de los palestinos. (Maurice Lemoine/Rebelión).