Agencias/ Ciudad de México.- Si bien se venía hablando de El agente topo desde hace un año, la dimensión de los debates creció desde que Netflix la programó hace un mes y terminó de explotar cuando fue nominada al Oscar como Mejor Documental.

Después de lograr un gran prestigio internacional con sus anteriores documentales La Once y Los niños, la directora chilena Maite Alberdi optó por un dispositivo ficcional para acercarse a lo real: Sergio Chamy, un anciano viudo, de 83 años, lee un aviso un diario en el que piden un adulto de entre 80 y 90 años, con buen dominio de la tecnología, en el que le proponen convertirse en espía, haciéndose pasar por interno de un geriátrico para investigar los supuestos abusos a una anciana que padece un avanzado deterioro fìsico y mental.

Alberdi logra un acuerdo con las autoridades del lugar para le permitan filmar allí sin restricciones, circular libremente por espacios comunes y cuartos privados, siguiendo el accionar de este improvisado detective que debe reportar cada día lo que va descubriendo y hallar las pruebas que validen esos avances.

Durante los casi cuatro meses que duró la filmación Alberdi buscó hacerse invisible, que todos se acostumbren a la presencia de la cámara, y lo que inicialmente se proponía como un juego que permitía indagar en los secretos y oscuridades del geriátrico va mutando en un relato centrado en el vínculo emocional de este intruso que se va ganando la confianza y el afecto de todos, poniendo en evidencia más la soledad y el abandono de las familias que el maltrato del personal de la residencia.

Estas elecciones que hace El agente topo no escapan a un conjunto de movimientos sísmicos que han ido conmoviendo los cimientos del cine documental. En las últimas décadas el documental fue rompiendo las cadenas que lo sujetaban y ahogaban, abriéndose hacia formas narrativas que parecían pertenecer solo al territorio de la ficción. A la pregunta de cómo contar las historias de otro modo, el documental responde apelando a elementos de los géneros, como se ve en el trabajo sobre el policial a través de la ironía del veterano- debutante detective de Maite Alberdi, o en los modos de la ciencia- ficción en los documentales de Herzog.

Análogamente, el documentalista también se ha ido despojando de otros trajes con los que siempre quisieron vestirlo, o hacerle sentir que tenía la obligación de vestir, como los de fiscal, policía, antropólogo, sociólogo, periodista, topógrafo o político, todos ellos antes que el único indispensable de cineasta, y más allá de que circunstancialmente pueda representar todas esas profesiones. Lo que inventa Alberdi es un dispositivo cinematográfico que revela su decisión de actuar como una cineasta, con personajes, conflicto, intriga, elipsis y progresión dramática y no un estudio sobre el estado de situación de la salud, ni de la tercera edad, ni de los geriátricos en Chile.

Lejos de ser un problema, el dispositivo ficcional. Al revés: el cine cada día tiene más problemas para discriminar cuándo se trata de un documental y cuándo de una ficción. Los cineastas trabajan con géneros y con formas híbridas, como se ve en que Albertina Carri, en Los rubios, trabaje una línea documental, siguiendo los rastros y el pacto de silencio en torno de la desaparición de sus padres, y al mismo tiempo incluya a una actríz que hace de sí misma. Es más: este año, la película rumana Collective, de Alexander Nanau, fue nominada al Oscar como Mejor Película en Idioma No Inglés (rodeada de “ficciones puras”) y como Mejor Documental, compartiendo terna con El agente topo. El tema no es el dispositivo ficcional, en El agente topo, sino el escenario donde Alberdi decide desplegarlo.

Pero ese dispositivo que inventa Alberdi no solo no es inocente: la directora sabe que está forzando las situaciones, que ese falso detective está jugando con ancianos que visiblemente se olvidan que el es un personaje de ficción, aunque al final la persona Sergio Chamy pareciera imponerse al detective Sergio Chamy, y fluyan escenas donde la emoción fluye de modo genuino, como cuando le lleva a la mujer con Alzheimer las fotos de sus hijos para propiciar recuerdos que parecen evaporarse demasiado rápido. La escena es conmovedora pero -como tantas de El agente topo- lleva a una pregunta: ¿consultaron Alberdi y su personaje Sergio a los familiares de esa mujer que se deshace en llanto al tiempo que sufre por comprender que esa memoria se le está yendo como arena entre los dedos?

Alberdi les contó a los ancianos que “iba a ser un documental de la tercera edad y de todo lo que pasara allí, y que queríamos filmar lo bueno y lo malo, y que les íbamos a filmar todo el día”. Lo cierto es que ese permiso que le otorga el geriátrico ella sabe bien que le da a las autoridades el beneficio de tener todo en orden y no distraerse “porque hay una cámara”, y por lo tanto no tendrá “lo bueno y lo malo” y que al filmarlos “todo el día” es inevitable que se olviden que les avisaron que había gente filmándolos y por tanto capturando situaciones en las que ellos no quedan bien parados -como las de los gritos de la mujer con demencia senil, que cree hablar con su madre-, por más derecho de imagen que ellos o sus familiares hayan firmado.

Todo buen documentalista busca invisibilizarse para poder capturar escenas y personajes con toda su riqueza y complejidad, no aceptar lo que los personajes quieren sino poder atrapar lo que ellos mismos no se dan cuenta que tienen o dicen, o que no quieren que se vea. Pero eso que es casi lo que define a un cineasta que hace documentales en el caso del escenario de El agente topo se vuelve problemático, porque la cámara se vuelve invisible en un lugar donde hay una marcada asimetría cognitiva entre las personas que filman y las personas que son filmadas, y esa asimetría tiene efectos graves en el modo en que luego aparecen los personajes en la película. Y esto está potenciado por el engaño del personaje de ficción o la persona que representa un papel ficcional.

El acuerdo con el geriátrico también plantea un gran tema de discusión del documental, porque Alberdi dice que van a “filmar lo bueno y lo malo”, pero existiendo el acuerdo se vuelve difícil que en la película aparezca “lo malo”. No se trata de discutir el acuerdo con el geriátrico sino entender que ese acuerdo resigna parte de su mirada, tiene consecuencias sobre lo que se ve y se oye, y nunca sabremos si ese acuerdo no incluye el derecho de que las autoridades puedan ver “el corte final” para poder opinar sobre qué y cómo se ve el lugar, ya que en el final Sergio dice que todo estaba impecable. Los acuerdos con las instituciones y los personajes siempre son “la espada de Damocles” del documental: se corre el riesgo de quedar presos de ese acuerdo y sacrificar en ese pacto mucho de lo que el cineasta vio y filmó pero el acuerdo le impide incluir. Pero, al mismo tiempo si se quiere contar lo que sucede en un lugar de acceso restringido tampoco es válido utilizar metodologías que violentan la ética (no solo cinematográfica), como la llamada “cámara oculta”, que siempre es usada esgrimiendo una superioridad moral del documentalista respecto del personaje y escudándose en que “la humanidad necesita saber lo que pasa ahí”. Falso: la “cámara oculta” siempre es una traición y una mentira para obtener un beneficio, ya sea cuando alguien está cazando nazis o cazando gente en un geriátrico. Cuando Michael Moore se metió en la casa de Charlton Heston en Bowling for Columbine, y lo filmó con cámara oculta porque era presidente de la Asociación Nacional del Rifle, lo único que hizo es violentar la confianza que le había regalado Heston y a la que Moore replicó acusándolo de ser casi el culpable del uso indiscriminado de armas en Estados Unidos. La “cámara oculta” siempre dice más del que la usa que de la persona engañada.

Es evidente que las formas híbridas que el documental contemporáneo viene ejercitando son parte de su fortaleza, así como lo es que se haya ido quitando el lastre de la “voz de Dios” que parece saberlo todo y nunca duda y usa el “nosotros” o el “todos” sin preguntarnos si queremos formar parte del colectivo al que nos suman a la fuerza, o que deja más preguntas abiertas que afirmaciones. Todo eso es un territorio ganado pero empieza a tropezar con una marca que parecen imponer las plataformas: las historias trágicas contadas de un modo cálido, volviéndolas empática y simpáticas para este nuevo modo de pensar la familia y los contenidos que no deben asustarla ni horrorizarla con demasiada verdad. El cruce de los modos de la ficción con los del documental pueden permitir las mutaciones más extraordinarias, pero eso que puede ser un don -parafraseando a Truman Capote- también puede ser un látigo para auto-flagelarse.

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