Agencias/ Ciudad de México.- Kimi es la primera ficción sobre la era post-Covid. Aunque no trata sobre la pandemia, sí refleja el momento en que volvemos a salir a la calle para intentar recuperar nuestra vida normal. Tal cosa no es sencilla para Angela (Zoë Kravitz), quien padece varios trastornos obsesivo-compulsivos, entre ellos una severa agorafobia, como consecuencia de un ataque sexual sucedido mucho antes del virus. Angela jamás deja su amplísimo loft de Seattle, cuyas dimensiones probablemente provoquen agorafobia a algunos espectadores que estén viendo la película desde un austero dos ambientes. Esta licencia es insignificante comparada con otra que dispara la trama, pero no vale la pena enfocarse en ellas porque si se juzgara a las películas exclusivamente por su apego a la más estricta lógica y al más austero realismo nos quedaría un cine sin felicidad alguna.
Angela trabaja desde casa para la empresa de tecnología que creó a Kimi, una interfase inteligente al estilo de Alexa, que obedece comandos de sus usuarios como “abre Facetime” o “reproduce ‘Oxytocyn’ de Billie Eilish”. Su tarea consiste en escuchar las órdenes que Kimi no comprendió para refinar su programación. Aquí viene la otra licencia, la que pone en marcha la acción: no hay ninguna razón para que Angela reciba un archivo de audio con 15 segundos de música (precisamente los que contienen el sonido de un crimen oculto en ella), dado que no obtiene archivos al azar sino específicamente aquellos que traen una instrucción verbal fallida para su revisión. Mejor no detenerse más en este desliz perezoso: el oído entrenado de Angela inmediatamente detecta que bajo la música hay algo más.
Del mismo modo obsesivo en que el personaje de David Hemmings amplía sus fotografías para acaso descubrir un asesinato en Blow Up (1966) de Michelangelo Antonioni o, de modo más cercano considerando que se trata de sonidos, tal como el personaje de John Travolta ecualiza sus grabaciones de campo hasta aislar un disparo en Blow Out (1981), la semiremake de Brian de Palma, en este film Angela logra identificar, oculto en la distorsión de capas de música techno, la amenaza de un hombre y el grito desesperado de una mujer.
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La película exhibe un amplio abanico de referencias. Los enormes ventanales del loft que muestran la actividad de los departamentos vecinos hacen pensar en La ventana indiscreta (1954) de Alfred Hitchcock, mientras que la irrupción en la privacidad remite a La Conversación (1972) de Francis Ford Coppola y el registro sonoro accidental de un homicidio a la ya mencionada Blow Out. De Palma es la presencia más notoria de las tres, ya que se puede incluir en el sistema a su mayor pastiche hitchcockiano, Doble de cuerpo (1984), donde el protagonista padece claustrofobia. Sin embargo, a diferencia de estos films, no hay aquí duplicidad, ambigüedad, desconfianza de las imágenes (o los sonidos): la protagonista siempre sabe exactamente qué es lo que ve o lo que escucha y siempre tiene razón. La paranoia del pasado se vuelve aquí una certeza mucho menos inquietante y más accesible y lineal .
Aunque las citas son ostensibles, Kimi no hace nada con ellas. Resultan guiños para enterados que funcionan como pistas falsas, sugiriendo caminos narrativos que finalmente la película no va a tomar. El guionista David Koepp (Jurassic Park) elige una vía mucho más predecible y trillada que cualquier cosa contada en esos otros films que ya tienen al menos cuatro décadas y que no será revelada para cuidar a los espoilerfóbicos. Afortunadamente, el realizador Steven Soderbergh (quien también se encarga de la fotografía y el montaje) es el otro Steven que sabe bien dónde poner la cámara para llevar interés y tensión a cada escena. Su eficaz trabajo de dirección revitaliza situaciones vistas mil veces y vuelve ameno y dinámico este thriller.
Así como a pesar de su trama ligada al encierro, la pandemia no es un tema del film, tampoco lo es, insólitamente, la violación de la intimidad que supone la existencia de un dispositivo hogareño que escucha todo, todo el tiempo. Este problema candente queda apenas como una nota al pie, mencionado en alguna línea de diálogo, como si la trama no quisiera cargar con ese espesor. Es más, hasta se puede argumentar que tal vigilancia orwelliana es vista de modo favorable, ya que permite exponer un asesinato.
Kimi se ubica en el presente más inmediato, en el mundo tal como fue reformateado por la pandemia, con sus entrevistas por Zoom, los encuentros familiares por Facetime, la relocación del trabajo a los lugares más remotos, las consultas médicas no presenciales vía webcam y el uso extendido del mensaje de texto. Hay una contradicción entre la aparición continua de estos desarrollos tecnológicos novedosos y el conjunto de citas al cine canónico del siglo XX. Walter Benjamin escribió elocuentemente acerca de cómo la irrupción de una nueva tecnología modifica nuestra percepción y esta transformación es reflejada en las manifestaciones artísticas más relevantes. Así, los cambios en el diseño urbano de París en el siglo XIX, con sus galerías vidriadas y sus multitudes, produjeron una mirada fragmentada, discontinua, que es la que revelan los poemas de Charles Baudelaire. Kimi incorpora todos los cambios recientes de nuestro mundo, pero solo como un efecto de realidad: los personajes usan Zoom porque todos usamos Zoom, pero estos nuevos vínculos creados por la tecnología, el modo en que vivimos ahora, no tienen impacto alguno sobre su estética, que es la del cine del siglo pasado.
Sí, en cambio, hay una actualización ideológica: el rol principal es de una mujer de color, víctima de abuso y, a la vez, fuerte y empoderada: el default para un protagónico de la generación millennial. Pensándolo mejor, quizás haya también una transformación formal: la claridad expositiva que impone Soderbergh apoyada en ligereza de la trama, en lo predecible de cada giro, en lo esquemático de los personajes, hace que esta sea una película ideal para ver mientras se chequea Instagram, se postea en Twitter o se hace un video de Tik Tok.