Washington, Estados Unidos, 24 diciembre 2016.-La administración Trump, hoy en formación, es una mezcolanza de generales y multimillonarios; en el caso del probable nuevo secretario de Defensa, el general de la infantería de marina retirado James “Mad Dog” Mattis, incluso los hombres de armas parecen haber hecho algo más que algunos dólares en estos últimos años. Por ejemplo, una vez retirado, Mattis, accedió al directorio de General Dynamics, el gigante de la industria armamentista, como uno de los 13 “directores independientes”, que según se sabe acumulan por lo menos 900.000 dólares en acciones de la empresa y otros 600.000 en metálico de disposición inmediata.
Así es, y todavía hay un requisito más para ser admitido en la administración Trump: el civil designado debe estar preparado para demoler el sistema con que él o ella se encuentre. Betsy DeVos, la favorecida por el presidente electo para la secretaría de Educación, quiere hacer pedazos la educación pública; Tom Price, el futuro secretario de Salud y Servicios Humanos, está impaciente por desmantelar el Obamacare y el Medicare; Scott Pruitt, que ha sido propuesto para dirigir la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), parece desear el despedazamiento total de esa Agencia; y el candidato a la nueva secretaría de “Trabajo” (es verdad que esto hay que ponerlo entre comillas), el CEO de la comida rápida Andy Puzder, está contra el aumento del salario mínimo y piensa que la automatización del puesto de trabajo es una ventaja total, ya que las máquinas no se toman vacaciones y nunca llegan tarde.
Seamos realistas; el gobierno más extremista de los últimos tiempos va a ser un clásico de la demolición. Imaginemos una administración Reagan de los ochenta del siglo pasado que ha tomado esteroides para coger músculo, y no olvidemos que Donald Trump será el presidente de un país mucho más frágil que el que gobernaron Ronald Reagan y sus compinches. Las cosas podrían empezar a desmoronarse para el estadounidense de a pie. Por ejemplo, se espera que el nuevo Congreso republicano apruebe rápidamente la prometida versión “revocar y demorar” de la obliteración del Obamacare, borrando oficialmente ese programa de los libros e incluso aplazando su implementación y facilitando la entrada de lo que sea para reemplazarlo hasta que lleguen las elecciones de 2018. Sin embargo, en el ínterin, el resultado podría ser una especie de mercado de atención sanitaria tipo “zombi” desde el cual se espera que salten las compañías de seguros, con la posibilidad de que un número importante de los 20 millones de estadounidenses que accedieron por primera vez a una cobertura médica –vía Obamacare– se quedarían con las manos vacías.
Después, cuando Pruitt, el jefe de la EPA, ayude con todos los medios a su alcance a que Donald Trump consume su “revolución energética” con la explotación desenfrenada de los combustibles fósiles, tal como nos lo cuenta claramente hoy Michael Klare, colaborador regular de TomDispatch, y los cielos de Estados Unidos vuelvan a llenarse de niebla tóxica, habrá mucha más necesidad de cuidados sanitarios en lo que haya quedado en el horizonte.
Donald Trump, como señala Politico, ya está en guerra contra los trabajadores, y contra los futuros “fracasados de las escuelas públicas”, y contra la red de seguridad estadounidense, y contra el medioambiente, por no hablar del planeta todo… y esto incluso antes de que pongamos nuestros ojos en la guerra de verdad, que será supervisada por un equipo de islamófobos e iranófobos. Si, como puntualiza hoy Klare, el mismo Trump es un serio caso de nostalgia del Estados Unidos de su juventud (también el de la mía), con su admiración por los combustibles fósiles, no olvidemos que esa nostalgia también manda en los asuntos militares. En ese caso, sin embargo, no solo serían los paisajes petroleros de la mitad del siglo XX sino tal vez los de los tiempos de las Cruzadas.
La obsesionada política energética de Trump y la pesadilla planetaria por venir
Repasemos las promesas de campaña de Trump o volvamos a escuchar sus discursos; podríamos concluir con toda facilidad que su política energética es poco más que una lista de deseos formulada por las mayores empresas de explotación de combustibles fósiles: quitar las limitaciones medioambientales a la extracción de petróleo y gas natural, construir los oleoductos de Keystne XL y Dakota Access, permitir que más tierras federales sean abiertas a la perforación, retirar a Estados Unidos de los acuerdos climáticos de París, acabar con el plan de Energías Limpias de Obama, reactivar la industria de la extracción de carbón, y más, y más, hasta el infinito. De hecho, muchas de sus propuestas, simplemente han sido extraídas directamente de las conversaciones con los más altos directivos de la industria de la energía y sus pródigamente financiados aliados en el Congreso.
Sin embargo, si el lector mira detenidamente este cúmulo de propuestas pro-dióxido de carbono, las todavía inadvertidas contradicciones muy pronto se hacen aparentes. Si todas las políticas de Trump fuesen aprobadas –y el nombramiento del negacionista del cambio climático y fiscal general de Oklahoma, cuya amistosa actitud en relación con la industria de la energía es bien conocida, Scott Pruitt, al frente de la EPA sugiere que eso se hará– no todos los sectores de la industria de la energía prosperarán. En lugar de eso, muchas empresas de los combustibles fósiles serán borradas del mapa gracias a la caída de precios provocada por el enorme exceso de oferta de crudo, hulla y gas natural.
Por cierto, dejemos de pensar que el objetivo de la política energética de Trump es sobre todo ayudar a las empresas que explotan los combustibles fósiles (aunque, seguramente, algunas se beneficiarán). Antes bien pensémosla como una nostálgica compulsión que aspira a restaurar el Estados Unidos de otros tiempos, donde las centrales eléctricas a carbón, las siderúrgicas y los coches siempre sedientos de gasolina eran los indicadores del progreso, mientras la preocupación por la contaminación del aire –dejemos de lado el cambio climático– todavía era una cuestión por venir.
Si queremos una confirmación de que esa devastadora versión de nostalgia da forma al corazón y el alma de la agenda energética de Trump más vale no centrarse en sus propuestas específicas o en alguna combinación de ellas. Miremos en cambio su elección del CEO de ExxonMobil Rex Tillerson para que sea su secretario de Estado y la del ex gobernador del empetrolado estado de Texas, Rick Perry, para la secretaría de Energía, por no hablar de su fervor por los combustibles fósiles que tiñó todas sus declaraciones y opiniones durante su campaña electoral. Según su sitio web de campaña, su máxima prioridad será “permitir que Estados Unidos destine 50 billones de dólares a la explotación de las reservas de crudo y gas natural no convencionales, además de las de hulla”.
Para ello, dice el sitio web, Trump “arrendará zonas federales, tanto en tierra como en el mar, anulará la moratoria que pesa sobre el carbón y abrirá los yacimientos de energías no convencionales”. Mientras tanto, cualquier norma o regulación que se cruce en el camino de la explotación de esas reservas será anulada.
Si todas las propuestas de Trump resultan aprobadas, se disparará la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) de Estados Unidos, dando fin así a la disminución lograda en los últimos años e incrementando la velocidad del cambio climático global. Dado que otros importantes emisores de GEI, sobre todo India y China, se sentirán menos obligados a cumplir los compromisos sumidos en París si Estados Unidos no los respeta, lo más probable es que el calentamiento global aumente más allá de los 2 ºC por encima de los niveles de la era preindustrial que los científicos consideran que es lo máximo que el planeta es capaz de absorber sin que haya catastróficas consecuencias.
Y si, tal como prometió, Trump revoca también todo un conjunto de regulaciones medioambientales y desmantela la EPA, gran parte del progreso logrado en los últimos años en la mejora del la calidad del aire que respiramos y el agua que bebemos sencillamente será eliminado y el cielo sobre nuestras ciudades y zonas suburbanas volverá a ser gris por la niebla tóxica y los contaminantes de todo tipo. (Información de agencias)