Especial

La Habana, Cuba, 11 agosto 2017.-Sigmund Sobolewski, el prisionero número 88 del campo de concentración de Auschwitz, falleció en Cuba víctima de un paro cardíaco, a los 94 años de edad, en Bayamo, lugar con el que mantuvo vínculos constantes.

“A él le encantaba esta ciudad, sobre todo ir al parque y disfrutarlo, cuando tenía sus árboles, visitar sus librerías y sus calles”, dijo Cándida Ramona Tamayo Corría, la bayamesa que se convirtió en su esposa desde 1961.

El sobreviviente del Holocausto se radicó definitivamente en la Ciudad Monumento, en Calle Libertad, número 53, del reparto Roberto Reyes, desde 2013, sitio donde quiso vivir los últimos tiempos de su existencia.

Su esposa -nacida en 1929- contó que el 26 de julio pasado Sigmund fue internado en el hospital Carlos Manuel de Céspedes, de la capital provincial de Granma, donde fue intervenido quirúrgicamente de una obstrucción intestinal.

“La operación fue un éxito, pero en los chequeos los médicos comprobaron que su corazón no funcionaba bien y luego vinieron otras complicaciones”, dijo la mujer, quien conoció a Sobolewski en La Habana cuando pasaba un curso de costurera.

“Él trabajaba como traductor en el Ministerio de Industrias, nos conocimos de casualidad y nos casamos a los tres meses, precisamente en Bayamo, vivimos unidos hasta el día de hoy”, refirió Cándida.

“Nos fuimos a Canadá a los 11 meses de haber nacido nuestro primer hijo, Simón, y allá permanecimos 57 años”, explicó.

En el país de los Grandes Lagos nacerían los otros dos hijos, Emilio Ernesto y Vladimir, quienes hoy tienen 53 y 51 abriles, respectivamente.

Considerado una personalidad de talla mundial, Sigmund, de origen polaco, dedicó buena parte de su vida a divulgar por el planeta los horrores del fascismo y a explicar las graves consecuencias de la implementación de filosofías como aquella.

“Nosotros visitamos incontables veces Auschwitz o Torún, el lugar de su nacimiento (11 de mayo de 1923), Alemania y otros sitios históricos”, narró ella.

“El 88”, como era conocido mundialmente, fue llevado a Auschwitz el 17 de junio de 1940 y después de vivir un increíble calvario fue trasladado en noviembre de 1944 a Sachsen Hausen, campo en el que estuvo bautizado como el preso 115-318.

“Aquí tengo sus cenizas, serán llevadas a Canadá, tal como fue su última voluntad.  Fue un luchador incansable”, expresó Cándida Ramona con aflicción.

Entrevista a Sigmund Sobolewski: “De milagro no estoy loco”

A continuación reproducimos un resumen de la entrevista que Sigmund Sobolewski concediera al por entonces estudiante de Comunicación Social, Ernesto Morales Licea, para el periódico granmense La Demajagua en enero del 2003:

Hace unos días soñó que caminaba sin cabeza. Rodaba perdido por el mundo hasta que cayó en una zanja sin fin y, alterado… despertó.

Tales ensoñaciones acosan su cerebro hace más de 60 años, desde la época tétrica y bestial en que conoció el  Infierno. “Esas pesadillas comenzaron en el famoso campo de concentración alemán de Auschwitz”, subraya.

Le surgen seguro de unas escenas estremecedoras que presenció allá durante mucho tiempo: “Cuando los fascistas quemaban los cuerpos de los prisioneros en los crematorios o en aquellas zanjas largas, solo quedaban entre las cenizas restos de huesos de las caderas y un montón de cráneos ardiendo. Las cabezas de las víctimas siempre demoraban en pulverizarse, por eso los hitlerianos inventaron molinos para triturarlas más rápido”.

Sigmund Sobolewski, una de las primeras personas en entrar en una de aquellas singulares y bárbaras cárceles de los nazis, fue azarosamente, después de unos mil 500 días de calvario, de los pocos en sobrevivir. Soportó castigos corporales inimaginables. Torturas que hoy, a sus 80 años, luego de dos intervenciones quirúrgicas, le impiden escuchar de un oído y mover con facilidad su pierna izquierda.

Sin embargo, los mayores daños del cautiverio horrible recayeron acaso en su cerebro. “De milagro no estoy loco, aunque a veces tengo arranques raros”,  sentencia este hombre nacido en Torún, Polonia, el 11 de mayo de 1923.

Él mismo confiesa que tantos episodios de salvajismo y muerte lo dejaron casi sin lágrimas, “con el corazón helado” y el carácter agridulce. “Se habla de las crueldades del fascismo, pero muchos no imaginan las marcas que deja… son eternas”, dice con una mirada plomiza.

Eran las cuatro de la madrugada. Ellos entraron abruptamente a la casa buscando a su padre, dirigente de un sindicato obrero polaco. Asustado, Sigmund se tapó los ojos, que parecían reventársele. Su progenitor no estaba.

“¡Oye, tú, te vas con nosotros!”, le vociferaron  entonces los uniformados alemanes, y así fue arrancado para siempre de su hogar. Tenía apenas 17 años, los había cumplido una semana antes.

“Me llevaron a Auschwitz en tren el 17 de junio de 1940, integré el grupo de los primeros 728 arrestados. Cuando, a las diez de la noche, luego de empujones y ofensas, pisamos aquel terreno húmedo entre pantanos y ríos solo había 32 presos, procedían de Alemania. Enseguida me tatuaron el antebrazo izquierdo con el 88, (se estira la piel y muestra la vetusta marca), un número que me acompaña hasta hoy.

“El Campo creció rapidísimo; en junio del 41′ habían arribado más siete mil presos y en junio de 1942 más de 70 mil. Tiempo después los tatuajes de los prisioneros tenían ya seis dígitos, parecían murales. Por ejemplo: ‘193 411’, eso habla de la impresionante cifra de cautivos.

“Cada día veía asesinar a cientos y cientos de personas, observaba carros repletos de cadáveres; una vez apilaron en una pared del bloque 14 a una cantidad tal de gente sin vida que la estiba tomó varios metros de altura”.

Era tan cotidiano aquel mar de sangre que en 1942, ante la dura nueva del fallecimiento de su padre, Sigmund no soltó un mínimo sollozo. “La noticia me la dio un recluso llegado de Nisko, la última ciudad donde vivía, pero no reaccioné, quedé inmóvil… nada más. Ahora, analizando los hechos, me doy cuenta que mi mente estaba totalmente en las nubes, estaba despersonalizado.

“Allá observé, desde el principio, las peores cosas. Muchas son indescriptibles. Recuerdo a un judío corpulento llegado a Auschwitz con más de 250 libras. A los tres meses, en el baño, vi a ese propio sujeto con la piel del estómago colgándole hasta las rodillas, algo impresionante, era como si le hubieran hecho un delantal de su propia carne…

“Los tres primeros años fueron los más ásperos, porque después de la victoria soviética de Stalingrado los hitlerianos aflojaron un poquito la mano con los asesinatos y maltratos; esa derrota los impactó mucho y cambió en algo el espíritu de los prisioneros.

“Yo, dentro de las calamidades, tuve suerte. Primero laboré dando pico y pala, más tarde pasé a un almacén y seguidamente a una fábrica de muebles; a esta me llevó su encargado, un prisionero alemán nombrado Arthur Balke. Me oyó hablando su idioma y me puso en aquel trabajo que salvó mi vida. Si llego a seguir en las tareas forzosas del principio hubiera muerto inevitablemente, como le pasó a muchos allá.

“Pude, incluso, hasta tener una novia algunos meses en medio de aquel caos. Se llamaba Irena. A ella la trasladaron luego a otro campo y nuestros lazos amorosos se rompieron. Murió el 27 de enero de 1990, justamente 45 años después de la liberación de Auschwitz.

“Mi condición de polaco católico también me ayudó, o una gracia de Dios, el azar, quién sabe. Si llego a tener el pipi como los judíos hubiera muerto porque los fascistas tenían una escala para asesinar: primero los soviéticos, luego los judíos, después los gitanos, testigos de Jehová, checos, polacos y alemanes, en ese orden.

“Los soviéticos sufrieron como nadie. Nosotros dormíamos en barracas, ellos al aire libre. No es fácil sobrevivir en esas circunstancias, con temperaturas bajo cero. Cientos morían trabajando, cientos morían congelados. Se calcula que de los 17 mil soldados del Ejército Rojo enviados a Auschwitz en 1941 solo 73 quedaron vivos. Otros dicen que 96. Lo cierto es que contra ellos se cometieron atrocidades impublicables; yo calculo que en los campos nazis hayan matado no menos de tres millones de ciudadanos de ese pueblo.”

El prisionero 88 –nombre con el que ha recorrido involuntariamente el mundo y penetrado en libros biográficos- reconoce que no hablaba con más de una persona a la vez, quizás por eso hoy es “algo frío”.

“Hasta eso era peligroso, por menos podían fusilarte, enviarte a la cámara de gas, a las inyecciones  y terminar en los crematorios. De hecho, miles y miles de seres humanos fueron asesinados en la primera jornada en el campo”, expresa mientras apoya la barbilla en el bastón que siempre lo acompaña.

“De cada tren, el 10 o el 15 por ciento de los presos eran enviados a trabajar al campo. El otro 85 por ciento iba directamente a la muerte. Entre los seleccionados para el más allá estaban: mujeres en estado, mujeres con niños, hombres mayores de 45 años, personas por debajo de 160 centímetros, inválidos y retrasados mentales”.

Sigmund sufrió en el cautiverio dos castigos inolvidables. Uno por cogerse un pedazo de pan adicional, otro por conseguir unos garbanzos y esconderlos debajo del uniforme de recluso.

“La primera vez me colgaron una hora por los brazos, los ataron por detrás de la espalda y por encima de la cabeza y así me dejaron… Uno se orinaba, defecaba, empezaba a botar saliva, los líquidos de la nariz… una monstruosidad.

“El otro ‘delito’ me costó 15 palazos tremendos en el cóccix. Todavía en la actualidad mi cuerpo se resiente de esas torturas.

“La vida en aquel enorme terreno cercado era una constante agonía, un castigo interminable. La comida era irrisoria, no llegaba a las 800 calorías por día; los trabajos sumamente duros; los experimentos constantes, las condiciones de vida demasiado inhumanas, había una falta de higiene y de agua: un pozo de agua para siete mil personas.

“Al principio ni nos bañábamos, eso provocó una plaga de piojos y de pulgas enorme, al punto que nos sacaban la sangre del cuerpo y el cráneo, y muchas enfermedades. Mis últimas jornadas en Auschwitz fueron como bombero y no olvido que una vez llevamos las mangueras para lavar un bloque de gente que habían eliminado. La capa de bichitos resultaba inmensa. Sonaban, daba la impresión de que movían el suelo….

“Cada día, temprano en la mañana, formábamos en la plaza; de ahí partíamos al trabajo en filas de cinco en cinco, con una lata amarrada, cruzada al hombro, quien perdía ese recipiente recibía la comida en la mano pelada, como se dice. Las labores forzosas se extendían hasta las siete de la noche y en la marcha teníamos que entonar canciones en alabanza al imperio alemán. A las nueve de la noche, hora de dormir, muchas veces se oía un coro gigante de más de 150 mil prisioneros elogiando a nuestros ejecutores.

“Los que podíamos escribir a los seres queridos teníamos que hacer esporádicamente una carta de 15 líneas en idioma alemán y esa correspondencia era leída siempre. En muchas ocasiones, las misivas jamás llegaban a sus destinatarios”.

Para este excepcional testigo, entre los personajes inolvidables dentro del campo estuvieron los mussulmanner.  “Ellos quedaban zombis por el hambre, hablaban enredado, como en árabe, de ahí el nombre parecido a musulmanes. Deambulaban de un lugar a otro delirando, los nazis podían abofetearlos, cortarles un dedo y ellos como si nada, perdían la conciencia. Luego, en el famoso proceso de selección, eran enviados a las cámaras de gas.

“Había muchos tipos de penas, entre las más crueles figuraban las de colocarte firme de un día para otro entre las tres cercas que rodeaban la prisión; la mayoría de los castigados caía y moría electrocutada en los alambres de corriente eléctrica.

“Y existían torturas psicológicas extraordinarias. Por ejemplo, el olor a carne humana ardiendo en los crematorios, que es muy peculiar, se dispersaba por todo el campo, penetraba profundamente en el olfato y afectaba la psiquis de muchos individuos; de modo que eran lógicos los suicidios, o los intentos de huir, equivalentes al suicidio.

“Allá incineraban tantos cuerpos en los cinco crematorios que las chimeneas de estos tuvieron que reforzarse con acero, se estaban quebrando. Y luego aquellos hornos de producción continua no daban abasto. Esta es la razón por la que abrieron zanjas especiales para quemar cuerpos. Eran especiales porque la grasa humana caía a un lado. Dos presos, uno en cada extremo, estaban responsabilizados de echar esa grasa de nuevo a los cadáveres humeantes.

“Por cierto, las cenizas de los prisioneros se echaban con palas en unas cajitas; después, al azar, les ponían el nombre a cada una para enviarlas a los familiares. En mi casa esperaban de un momento a otro, con gran incertidumbre, la cajita con mis cenizas”.

Los mayores tormentos en Auschwitz los vivieron las mujeres, con las cuales la crueldad no tuvo parangón, acota Sigmund. “La tasa de mortalidad de ellas fue cuatro veces superior a la de los hombres, muchas dormían en barracas para caballos y aquellas que por casualidad dieron a luz en el campo sufrieron terriblemente: sus niños terminaron ahogados en agua o ‘vacunados’ con una letal inyección de aire”.

Este hombre que ahora dialoga con JR tuvo el triste privilegio de conocer a varios de los doctores fascistas autores de célebres experimentos deshumanizantes.

“Estuve a metros de Mengele y de Clauberg. En los campos de concentración los médicos desempeñaron un papel importante, estaban encargados de diversas pruebas para cambiar el color de los ojos, de la piel, hacer infértiles a las mujeres, en fin… “Conmigo experimentaron. Me dio meningitis y la enfermedad la combatían con dos aspirinas y un vaso de agua. Me sacaban líquidos de la columna y de la rodilla. Todavía en 1947 yo botaba de esa parte del cuerpo fluidos extraños”.

Sin embargo, los experimentos más temidos eran aquellos que costaban la vida. “Fui testigo de la primera prueba de Ziklon B, un gas para matar cucarachas. Ocurrió en septiembre de 1941. Encerraron a más de 200 presos soviéticos  y a 150 enfermos polacos en el sótano del bloque 11, sellaron puertas y ventanas y tiraron la sustancia; al día siguiente algunos se movían todavía, entonces los verdugos aumentaron la dosis.

“Los experimentos de sacarle un testículo al hombre para comprobar si así daba hijos, o de hacer infértiles a las mujeres con radiaciones en el útero e inyecciones en la matriz, o de lanzar en agua helada a alguien para comprobar qué temperatura soportaba el cuerpo… fueron todos abominables.

“Antes de aplicarles esas radiaciones se formaban a las mujeres desnudas y en serie eran afeitadas en las axilas y en el pubis por unos barberos, ya ese hecho las reducía.

“Yo, que viví de cerca el holocausto, no concibo cómo aquellas gentes pudieron hacer eso ¿Estaban locos? Tal vez. Y eran supuestamente cultos, universitarios, finos ¿Cómo podían ir a misa los domingos, reunirse tranquilamente con sus hijos y mujeres? Simplemente, el fascismo los había convencido de que las demás razas eran subhumanas, cercanas a los animales. Por eso matar una persona equivalía a matar un insecto. Para el fascismo la vida no tiene precio”.

Sigmund Sobolewski no terminó sus días de recluso en Auschwitz. En noviembre de 1944 fue trasladado, como bombero, a Sachsen Hausen, campo en el que estuvo bautizado como el preso 115-318.

“Fuimos liberados por tropas aliadas en 1945. Llegamos a Berlín; y de ahí fuimos enviados a Inglaterra. Serví durante años en la Marina del ejército polaco. A muchos de los sobrevivientes de aquellas matanzas nos dieron después la posibilidad de irnos a Australia o a Canadá. Yo me dirigí hacia este último país, donde vivo desde más de 54 años. Allí me hice especialista en soldadura.

“Precisamente en Montreal ocurrió el reencuentro con mi madre, en 1964, resultó un suceso conmovedor. Ella me reconoció, para sorpresa mía, desde la lejanía del barco. Llevaba ¡24 años sin verla!

“Tuve suerte de volver a tocar sus manos y su rostro, porque de los supervivientes de Auschwitz muchos quedaron sin un solo familiar vivo.

“Además, después de tanto trauma, pude formar una familia. En los años 60 me casé con Ramona, una bayamesa que conocí en La Habana, en uno de mis innumerables viajes a Cuba.

“He estado en muchos países y en todos hablo de aquel drama. Y esclarezco algunas cosas. Siempre señalo que Auschwitz fue liberado por soldados del Ejército Rojo y no por tropas aliadas, como aparece en los cerca de 500 libros sobre la Segunda Guerra Mundial que poseo en mi casa. Todos, en varios idiomas, cometen ese error.

“Nunca dejo de señalar que fueron los soviéticos los verdaderos héroes de esa guerra, quienes nos salvaron de la expansión del fascismo. En muchos lugares, incluida Polonia, se dice ahora que ellos fueron unos malvados. Una vez, el Día de los Muertos, visité una ciudad donde fallecieron congelados ocho mil soldados prisioneros del Ejército Rojo y en todas las tumbas había flores, menos en las de ellos, la única flor para esos héroes la coloqué yo.

“Es que la memoria histórica es demasiado corta y la gente olvida rápido; por eso el mundo de hoy está así y suceden hechos que parecen ilógicos como el de enviar soldados de Polonia a Iraq”.

Él siente voces que lo llaman a menudo. Esos clamores le piden que no se canse de hablar del holocausto y luche contra las tendencias fascistas. “Tengo una deuda con quienes murieron en Auschwitz, que para mí fueron más de un millón 100 mil personas. Unos hablan de dos millones 500 mil y otros de cuatro millones, pero me parecen cifras irreales.

“De todos modos, les debo la vida porque para que yo me salvara debieron morir miles de ellos. Mi esposa y tres hijos me preguntan si estoy loco. Yo les digo que no quiero tener una placa en la cual aparezca mi nombre, que no soy un héroe. Nunca seré un héroe”. (Con información de Cuba debate y de La Demajagua).

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