Texto Periódico El Mundo/Washington.- Es como una fábula política en torno a una pregunta: ¿hasta dónde llega la libertad de expresión en Estados Unidos, ésa que está fijada en la Primera Enmienda de la Constitución y que determina que no habrá ninguna ley que limite o coarte la libertad de expresión?

Y aquí entra la fábula. El 28 de octubre, sábado, a las tres y doce minutos de la tarde, Jill Briskman, de 50 años y madre de dos hijos, un niño de 12 y una niña de 15 años, iba pedaleando por el norte de Virginia cuando la adelantó la caravana de vehículos de Donald Trump, que regresaba a Washington de su visita número 71 a un campo de golf desde que juró el cargo el 20 de enero. Para quien no viva en Washington o alrededores, hay que especificar que la cabalgata del inquilino de la Casa Blanca es, siempre, como el paso de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, una cascada de motos a toda velocidad, que van despejando la vía, seguida de una serie de furgonetas negras, algunas con sirenas encendidas y todas con los cristales tintados, en una de las cuales va el Presidente.

Así que Briskman se movió a la cuneta y, mientras seguía pedaleando, hizo a la caravana el signo de lo que el alcalde de Madrid a principios de los 80, Enrique Tierno Galván, definió como —el pecado sodomítico—. La caravana pasó a su lado y a continuación se detuvo en un semáforo. La ciclista volvió a alcanzarles y, una vez más, volvió a levantar el dedo índice de su mano izquierda. Dos peatones pasaron junto a ella. Uno miró a la caravana e hizo un signo hacia abajo con el pulgar.

El semáforo se puso en verde. La caravana arrancó. Briskman se fue a su casa, con sus dos hijos -un chaval de 12 años y una de 15- y su perro labrador. Y se olvidó de todo.

Pero los los fotógrafos que viajan con Trump habían captado la instantánea. David Smith, del diario británico The Guardian, y periodista de guardia en el pool de prensa de Trump, había enviado un email, autorizado por la Casa Blanca, a todos los periodistas registrados en la oficina de prensa del jefe del Estado de estadounidense -incluyendo al autor de estas líneas-, el breve email de rigor sobre la jornada presidencial detallando lo único noticiable del día: el dedo de Briskman. Un dedo que el presentador del programa de televisión Late Show, dijo que —resume mejor que nada el sentimiento de este país—.

El dedo de Briskman se hizo viral. Su figura, con casco y camiseta blanca, en su bicicleta híbrida -es decir, que sirve lo mismo para carretera que para caminos sin asfaltar- no permitía ver su cara. Y ella no se lo dijo a nadie. Puso la foto en su cuenta de Facebook, que es privada, con lo que sólo puede ser visitada por las personas que ella ha aceptado como amigos, como si fuera de otra persona. Otra persona a la que Briskman, que se declara —demócrata de Obama—, admira.

La bola siguió creciendo. Y el 31 de octubre, la dueña del dedo más famoso de Estados Unidos decidió comunicar a sus superiores de la empresa Akima que ella era la que había mandado a Donald Trump a aquél sitio. La respuesta fue inmediata: no importaba que fuera virtualmente imposible identificar a Briskman. Lo que había hecho era una violación de las normas de la compañía, que prohíben colgar gestos obscenos online. En Estados Unidos, un país de despido libre, Briksman fue puesta de patitas en la calle, conforme a la costumbre nacional: con un guarda de seguridad escoltándola mientras ponía sus cosas en una caja de cartón y se iba. Y así acabó la historia.

O no.

Ahora, Briskman es la heroína de la izquierda estadounidense. Dos operaciones de crowdfunding han recaudado más de 15.000 dólares (14.000 euros) para que entre en política, a pesar de que ella no ha mostrado interés en competir por un cargo público. La Unión por las Libertades Civiles de América (ACLU, según sus siglas en inglés) se ha ofrecido a llevar su caso a los tribunales. Porque hay sospechas de que la decisión de Akima no tuvo tanto que ver con las normas de la empresa como con el temor a perder los contratos de gestión de Administraciones Públicas que tiene con el Gobierno federal.

Además, hay otro factor: Briskman no estaba trabajando. Por tanto, podía hacer lo que quisiera. Y ahí es donde entra la Primera Enmienda. Un estadounidense puede, según su Constitución, hacer los signos obscenos que le apetezca al jefe del Estado sin ser castigado por ello. De hecho, en Estados Unidos la pornografía es legal porque, según el Tribunal Constitucional, prohibirla sería coartar la libertad de expresión.

El Gobierno de Donald Trump tiene problemas para entender la Primera Enmienda. Ahí está la afirmación del secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, de que los jugadores de fútbol pueden expresar sus opiniones políticas sólo en su tiempo libre. No es así. Un ciudadano de este país puede, siempre que lo haga respetuosamente, decir lo que quiera, como quiera, y cuando quiera. El mayor ejemplo de ello es, precisamente, Donald Trump, acusando de violadores a los inmigrantes ilegales.

Y así es como Briskman se ha convertido en un símbolo. Para algunos, de la sumisión de las empresas al poder político. Para otros, del peligro de las redes sociales. Y para los seguidores de Donald Trump, en el blanco perfecto de sus críticas. Entretanto, ella sigue en su casa de Virginia, muy cerca de donde tuvo lugar el incidente, recogiendo por las mañanas los ramos de flores que le envían sus admiradores, y dedicada a su principal afición, que es correr maratones. Le han llovido ofertas de trabajo. Y, según declaraba a, precisamente The Guardian -el periódico que la hizo famosa, y también la dejó en el paro- sin ningún remordimiento.

Texto Pablo Pardo/El Mundo

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